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Hechizo bajo la pandemia, cuento de Vivian Jiménez

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Hechizo bajo la pandemia, cuento de Vivian Jiménez
Pintura en acrílico de Vivian Jiménez.

La primera vez que Carolina vio a Mauricio, sintió un impacto de corriente eléctrica que, por un instante, paralizó todo su cuerpo. Pero, clavada en su balcón, y como cada vez que veía a un chico atractivo, descartó de inmediato alguna posibilidad de materializar un romance, sin imaginar que, pocas semanas después, un acontecimiento que doblegó al mundo, se convertiría en su aliado y haría posible la más quimérica de sus fantasías.

Cuando recuperó la movilidad, Carolina se acercó aún más al borde enrejado del balcón y pudo observar en el estacionamiento a tres hombres, mientras sacaban los muebles del camión de la mudanza. “Así que `el Hermoso´ será mi nuevo vecino, ¡qué bien, al menos me recrearé la vista!”, pensó la joven. Enfocó su atención, de nuevo, en el interior del apartamento de enfrente y ahí volvió a verlo, ayudando a una mujer en sus 60 a mover unas sillas.

En los días subsiguientes, observar furtivamente las idas y venidas de “el Hermoso” medio escondida en el balcón o a través de las ventanas, se convirtió en el entretenimiento preferido de la estudiante aventajada de Derecho. Así pudo notar que su vecino estudiaba arquitectura, como lo revelaban los rollos de papel bond y la regla “T” que siempre llevaba consigo y la mesa oblicua ubicada junto a una computadora, que ocupaba un rincón de la sala-comedor. También se percató de que los únicos ocupantes del apartamento eran él, la mujer a la que ayudaba el día de la mudanza, de la que suponía era su madre, y una empleada doméstica.

Del resto se enteró por comentarios del conserje y las domésticas, entre ellas las de ambos apartamentos que, fieles a su carácter sociable, no tardaron en entablar amistad. Supo que “el Hermoso” se llamaba Mauricio, que flirteaba con una que otra muchacha, pero que no tenía novia oficial; que la mujer era su madre, una divorciada recién jubilada de una entidad bancaria y que su padre era un ingeniero, también en sus 60, que ocasionalmente lo visitaba o buscaba para dar algún paseo.

Y mientras los días pasaban, Carolina tejía una historia de amor imaginaria sin que Mauricio reparara en su existencia, en parte, porque por timidez extrema, ella se empeñaba en permanecer invisible. “¡Me muero de la vergüenza si se entera!”, se decía. Pero el pudor no era el único impedimento. Carolina se sentía poco atractiva, poco graciosa, poco interesante, anticuada y demasiado seria como para llamar la atención de un adonis como Mauricio.

Tenía razón solo en parte, porque atractivos no le faltaban. Era agraciada y algunos se lo decían, pero ella no lo creía, pues estaba convencida que la bonita era Vanessa, su hermana mayor, finalista de un concurso de belleza, excesivamente consciente de sus atributos físicos, vestida siempre a la moda, simpática, popular, centro de la atención desde pequeña...con razón se había casado tan joven. Lo de Carolina era otra cosa: estudios, estudios y más estudios. Tenía claro que no iba a destacar por su belleza, así que debía ser muy buena profesional. En ese empeño, olvidó incluir chispa en su etapa juvenil. Cero fiestas y escasos paseos con amigas, vestimenta inconscientemente escogida para pasar desapercibida y un rostro demasiado adusto que espantaba pretendientes. ¿Acaso la miraría algún día un muchacho como Mauricio? Ni pensarlo. Esos inmensos ojos claros jamás se posarían en los suyos, ocultos tras unas gafas gruesas inadecuadas para su rostro.

Pero un día apareció el coronavirus, un monstruo invisible que nació en China, atravesó continentes en aviones y barcos, a través de contacto físico, se convirtió en pandemia e impuso lo que un mundo engreído creía inconcebible: millones de personas forzadas a permanecer en una prisión hogareña y a supeditar su contacto con el exterior a la televisión, los teléfonos celulares y las redes sociales, con salidas limitadas solo a la compra de alimentos o medicina. Aunque algunos miembros de las familias trabajaban o estudiaban a distancia, nada era suficiente para llenar los interminables días de opresivo encierro, así que se exploraron las infinitas posibilidades de entretención dentro de la casa como, por ejemplo, contemplar el cementerio de vivos en que se convirtieron las ciudades desde los balcones, para atisbar un espacio exterior antes subestimado y entonces añorado.

Mauricio, que nunca se había asomado al balcón, también se vio impulsado a hacerlo. Así que, una tarde, sacó su mesa de dibujo y se sentó a hacer trazos en un plano ilusorio de lo que algún día podría ser el edificio que lo haría famoso. Habría sido más fácil en computadora, pero prefirió el viejo estilo porque le gustaba y para que su vista descansara de tanta pantalla. En eso se ocupaba hasta que, de pronto, levantó sus ojos y atisbó a una chica semioculta tras una laptop, justo enfrente, a la misma altura de tercera planta de los respectivos bloques de edificios.

Hizo grandes esfuerzos por derribar con la vista la barrera de la laptop pero, cuando un fugaz movimiento de ella dejó ver su rostro se encontró con otra, que eran las gafas. No obstante, su aguda vista, entrenada para captar detalles al vuelo, lo llevó a una conclusión: “Bella, sí...”. Y se le despertaron las musas.

La observó durante un rato entre trazo y trazo para completar su obra, pero también para esperar una correspondencia hasta que, al fin, cuando tras un largo rato ella se levantó, se entrecruzaron las miradas con la misma intensidad de los rayos solares de esa tarde caribeña. No era tímido, como ella, así que alzó la mano a modo de saludo, con una leve sonrisa. Ella le respondió con la mano a medio levantar, pues le abochornaba completar el gesto. Las fantasías de Carolina comenzaron a desbordarse, pero las dudas la asaltaron, ¿habría un próximo paso? ¿No era aquello una simple entretención para combatir el hastío del confinamiento? ¿Qué pasaría después, cuando Mauricio pudiera volver a ver a sus amigas, con las que, de seguro, mantenía contacto por teléfono celular?

En ese mismo instante, como si hubiese dado vida a dos palabras mágicas, vio su rostro armonioso y su largo pelo rizo retratados en un enorme dibujo, con diez números al pie, extendido al centro del balcón de enfrente. Carolina estaba impactada. Sus ojos se humedecieron y sus labios dejaron escapar una de sus escasas sonrisas. La invitación era irresistible, así que marcó los números en su celular.

Algún tiempo después, cuando el mundo despertó de su letargo y los humanos huyeron de sus jaulas, ávidos de libertad y más conscientes de privilegios tan simples como dejarse mojar por la lluvia, tocar una flor sin miedo y desparramar su energía en todo espacio habitable, Carolina y Mauricio al fin pudieron estar cerca para amarse sin distancias y saldar las deudas pendientes con las caricias.

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Vivian Jiménez
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