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El pandita de María Amelia

Como familia organizada de un solo ingreso, calculamos que haciendo unos ahorros planificados podíamos comprar un segundo vehículo para María Amelia, sin incurrir en financiamiento, en más o menos dos años

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El pandita de María Amelia
Cuando llegué al dealer, había un flamante panda color dorado pálido esperándonos. (ILUSTRACIÓN: LUIGGY MORALES)

Cuando mi hija mayor inició sus estudios universitarios de medicina en INTEC, en mi casa había un solo vehículo. Mi hija menor cursaba la secundaria en la Roberto Pastoriza y yo cogía tapones diarios atravesando la ciudad hacia Gascue, donde trabajaba para ese tiempo. Hacía más o menos una ruta parecida a una estrella de David para llegar a todas partes.

Al cabo de un par de semanas, caímos en la cuenta de que era imposible que todas llegáramos a tiempo. Como familia organizada de un solo ingreso, calculamos que haciendo unos ahorros planificados podíamos comprar un segundo vehículo para María Amelia, sin incurrir en financiamiento, en más o menos dos años.

Mi hija, al igual que millones de personas en este país, tuvo que coger transporte público para dirigirse a su lugar de estudios. Con una carrera como medicina, los horarios variaban por semestre y pensar en tomar taxis para cada desplazamiento era imposible. Aparte de que cada viaje era una lección de humildad y empatía que muchos adolescentes de este tiempo necesitan.

Con el corazón arrugado pero firme en el propósito, vi a mi hija llegar como un pollo mojado y oliendo a otras personas. Nunca se quejó y todos los meses, religiosamente, depositábamos para el carrito. Cuando teníamos más o menos una cantidad decente, lo movíamos a un certificado financiero. La idea era que la niña también aprendiera principios de economía y finanzas en el proceso.

Las expectativas para su primer carro no eran muy altas. Yo quería un tanque de guerra, pero el presupuesto daba para un concho retirado. Al cabo de dos años, con el dinero en mano, salimos a buscar prospectos. Su abuelo Adriano, ya avisado del proyecto, decidió intervenir. De plano, rechazó todos los carritos que íbamos viendo (eran muy pequeños, eran un salvamento, eran de gas...) y se ofreció a buscar por su cuenta.

Le advertí, muy seria, que esto no era solo un carro para ella, era una lección de vida. Tenía que ajustarse a un presupuesto y montarse con lo que la sábana le diera. El abuelo un día me llamó feliz, que había encontrado el carro perfecto.

Cuando llegué al dealer, había un flamante panda color dorado pálido esperándonos. Mi papá parecía un niño chiquito. El carrito no llamaba la atención, era más bien feo, pero se veía cómodo y básico. Sí nos dijeron, muy orondos, que era un carro “europeo”, electrónico e ideal como primer vehículo.

Mi única preocupación era que fuera económico en cuanto al consumo de combustible, que le funcionaran los frenos y que tuviera cinturón de seguridad. Encomendándonos a todos los santos y con la bendición del abuelo, compramos el panda-móvil, como fue bautizado en la familia.

Lo que sucedió después solo puede catalogarse como una pesadilla. Al cabo de par de meses, mi hija lo había rayado o chocado en cada esquina y espacio visible del vehículo, al punto de que desistí de hacerle arreglitos o llamar al seguro. Ella alegaba que nadie la respetaba en las esquinas y que básicamente le pasaban por encima hasta los motoristas. Para no matarla, decidí creerle.

Después comenzaron a fallarle todas las piezas. El carro “europeo” era enemigo del agua y tenía un sensor especial para días nublados, cuando decidía no prender. Como era todo electrónico, cuando se detenía solo podía moverse con grúas. Al segundo año, el chofer de la grúa conocía a mi hija por su nombre.

Los mecánicos no daban pie con bola. Las piezas no aparecían ni en la “20” y lo que aparecía, era carísimo.

Uno de mis cuñados me recomendó dejarlo correr por la Churchill, sin frenos, hacia el mar. Otro, que lo vendiera por piezas, agotados de gastar en el dichoso carro que parecía que le habían hecho un “trabajo” en el sur.

La abuela, que ya no manejaba, se condolió y nos dejó su carro hasta que pudiéramos resolver. Ya la muchacha era doctora, con un carro a su nombre que nunca utilizó por dos meses seguidos.

En medio de la pandemia y desahuciados de varios talleres, le entregamos el carro a un mecánico para que le diera la extrema unción. Seis meses más tarde nos notificaron que el carro había aparecido en un lote abandonado y nos estaban cobrando un dineral para “sacarlo”. Del mecánico no hemos vuelto a saber.

Hemos sufrido tanto con el pandita que, como familia, vamos a hacer un último acto en su memoria. Lo vamos a llevar donde puedan convertirlo en polvo y después tiraremos sus cenizas al mar para que descanse en paz.

Esta historia es verídica y no continuará.

TEMAS -

Comunicación corporativa y relaciones internacionales. Amo la vida, mi familia y contar historias.