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Los impuestos, la tecnología y Kaldor

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Los impuestos, la tecnología y Kaldor

Tras varios meses de vacilaciones, el Gobierno parece decidido a enfrentar un destino ineludible: la presentación de una propuesta que se asemeje a un pacto fiscal. A todas luces, la decisión no responde al impulso de una voluntad reformadora, sino al llamado de condiciones externas a las que se acude con el andar flemático de la resignación. Las aprehensiones de la administración me resultan comprensibles, pues la historia está llena de experiencias fiscales traumáticas: en la Inglaterra de 1381, el intento por imponer un impuesto uniforme dio lugar a la primera revuelta popular de ese país y a la decapitación de varios nobles; seis siglos después, la misma propuesta llevó al debilitamiento de Margaret Thatcher y a la pérdida de su posición; en los Estados Unidos, George H. Bush consumió su capital político al violar su promesa de campaña de 1988, ‘no más impuestos’. En el plano local, el momento podría coincidir con esa etapa crítica para cualquier gobierno en que -para aprovechar una frase de Angus Deaton- una parte de la población deja de ver la luz al final del túnel y empieza a ver un túnel al final de la luz.

Pero esas circunstancias no deben llevarnos a olvidar que la Estrategia Nacional de Desarrollo aspira a una reforma comprehensiva, que vaya más allá de subir las consabidas tasas o penalizar a los sectores habituales. El desafío es atreverse a responder preguntas que esperan respuestas: ¿Cuáles impuestos necesitamos para catalizar el cambio tecnológico? ¿Cuál sería la estructura de gasto más favorable a la estrategia de competitividad que acabamos de lanzar? ¿Deberían las mujeres recibir un trato tributario distinto para incentivar su inserción laboral? ¿Mantenemos un impuesto a los dividendos o evitamos la doble tributación? ¿Redefinimos el balance entre el gasto de los municipios y el Gobierno Central? Las decisiones a las que se llegue no tendrían que ser de aplicación inmediata, pues algunos consensos podrían implementarse a lo largo de varios gobiernos. Ese espíritu contrasta con la penosa usanza de subir la tasa de un impuesto con la promesa de bajarla dos o tres años después -lo que viola un precepto que recomienda mantener tasas estables y, a la vez, perpetúa la idea de que basta salir de la coyuntura para poder volver sin sonrojo a la posición anterior.

Un pacto fiscal trascendente debería por lo menos someter a debate la forma de conciliar dos criterios de bondad que a veces son antagónicos; es decir, la eficiencia y la equidad, lo que equivale a definir el papel de los impuestos que recaen directamente en las personas y empresas (como impuestos sobre la renta e impuestos al patrimonio) y de los impuestos indirectos que operan sobre las transacciones (como el Itbis y los selectivos). La presunción usual es que los impuestos indirectos son poco equitativos (porque afectan por igual a todas las personas que realizan una compra, al margen de que sean ricas o pobres), mientras los directos son poco eficientes (porque desincentivan producción, ahorro e inversión). Todo eso puede ser discutible, pero un punto interesante es que hace ya tiempo que Nicholas Kaldor sugirió una manera de combinar lo mejor de ambos mundos mediante un impuesto progresivo al gasto. En un Impuesto al Gasto, cada contribuyente tributaría por su consumo acumulado a lo largo de un año, en vez de tributar por el monto de su ingreso anual, y las tasas serían crecientes para distintos tramos de gasto, a fin de asegurar que los pobres y los austeros paguen menos, mientras los ricos y los derrochadores pagan más. La idea se basa en la lógica económica de que es preferible que las personas paguen impuestos por lo que consumen y no por lo que producen, pero hasta ahora ha enfrentado el reto de computar el consumo total de un individuo sin obligarlo a guardar registro de cada compra. Eso llevó a J. M. Keynes a decir que el mecanismo era “teóricamente sano, pero casi imposible de aplicar”.

El panorama de hoy es distinto, gracias a la difusión de tecnologías de informacion que permitirían aproximar el consumo de un contribuyente mediante la diferencia entre su ingreso y el aumento de su patrimonio, a partir de datos disponibles en las plataformas financieras. Una mirada conjunta a ingresos y patrimonios permitiría también fortalecer los mecanismos de combate a la evasión. De paso, eso sería un caso adicional en que las TIC, puestas al servicio de la sociedad, ayudarían a resolver problemas que antes parecían insalvables. ¿Será este el momento para discutir transformaciones de esa profundidad, como lo hicimos al introducir el entonces llamado Itbis en la década de los ochenta? Parece que no. El aire de urgencias permite presagiar que la reforma fiscal acabará encontrando algún atajo para llegar, con rapidez y sin angustia, a unos cuantos millones de recaudación. Al ser así las cosas, Kaldor seguirá esperando que ideas como la suya sean sometidas a debate en nuestro medio. Por suerte, no tiene prisas. Desde su muerte, en 1986, tiene una eternidad por delante.

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