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Dos madres, dos historias

“Los hombres son lo que sus madres han hecho de ellos”, escribió el ensayista y poeta norteamericano Ralph Waldo Emerson. La madre construye los cimientos, no sólo engendrando, sino levantando palancas para vencer los contratiempos de la existencia, examinando conductas, vigilando actitudes, diseminando virtudes, forjando, creando, amonestando. El padre tiene sus roles fijados, pero la madre normalmente es la que conduce, la que fomenta la ternura y la rectitud, la palabra y el silencio, la fatiga y el gozo, la caricia y el castigo, el amor y el respeto.

La madre es la que escribe el diario de la vida de la criatura que ha fecundado. Un padre ha de estar siempre ahí, para lo que haga falta. Muchas veces, el padre carga con las responsabilidades de la madre, según las circunstancias de cada realidad personal. Pero, por lo general, la madre es guía, dueña de la reciedumbre que aconseja el oficio y, sobre todo, maestra del deber y la razón en todos los aprietos, las angustias, los combates de la vida diaria. Cuando la mujer queda a solas, cuando el marido parte por cualquier razón [la existencia es un trajín con múltiples variables] es ella, la madre, la que pasa a ser el factótum del hogar quebrado. Ya no hay delegaciones, encomiendas. No hay “otro” para colaborarle en la tarea de la crianza. Es ella y nadie más. Es la gestora única. La empoderada definitiva de la causa de su hijo o de sus hijos.

Los que hemos sido hijos únicos de madre soltera, sabemos lo que todo eso significa. La madre vive en una andadura de apremios, de urgencias, de soledades. Cabalga sobre la responsabilidad de crear, contra todas las dificultades, dicha, gozo, vida, al fruto concebido. La madre es la mujer solidaria y brava que tiene que aprender a diario, sin pausas, las mejores formas para encauzar el destino del hijo. De ahí que el hombre sin virtudes, el que se perdió sobre el camino, el que no pudo aprender a coexistir con los demás, aún ése, valora, cree y ama como a nadie más a la forjadora de sus días. Ocurre con cualquier madre y en distintas circunstancias de la existencia. Pero, la madre soltera merece un capítulo aparte en el libro de la vida. Cuando la realidad mejora, cuando los miedos se quiebran, cuando ya se ha encarrilado el tren de la vida propia, la madre se convierte en la joya más preciada, la mujer que ha cargado pesado y que por eso, y más, merece todos los tributos, todos los halagos, todos los premios. Y la vida no alcanza para completar la lista de lauros a que se hizo acreedora. Habrá hijos que no puedan cumplir esa misión. Y madres que perdieron el horizonte. Pero, serán ellos los menos, y ellas las pocas que no aprendieron el valor de su encomienda. Las más, las muchas más, están ahí: esperando que se escriba, no con letras, sino con hechos consistentes, la gran historia de sus sacrificios y bondades.

Doña Yolanda América Reyna Romero es uno de esos ejemplos de madre que trascienden porque la trayectoria del hijo, que ella concibió y encaminó, le permitió ver con creces el fruto de sus esfuerzos y de su abnegación. Habrá, seguramente, otras muchas como ella, que vieron cómo desde las limitaciones y desde la ofrenda cotidiana del trabajo sin descanso se podía llevar a los críos a ser profesionales destacados, hombres de empresa, intelectuales, mujeres de servicio en la sociedad, hijos desenvueltos que honraban la crianza recibida. Pero, doña Yolanda vio un fruto mayor: su hijo escaló la más alta posición del Estado dominicano en tres ocasiones, y ella pudo comprobar entonces que habían valido la pena todos los bríos que puso en el desarrollo de su vástago, todo el aliento que insufló para que él pudiera estudiar y levantar un nombre a la altura de su dignidad como mujer, de su firmeza de carácter, de sus sobrias y rectas maneras de vivir.

Pocos saben que nació en San Francisco de Macorís y que con sus padres y su hermana se instalaron luego en Barahona, en busca de mejores días. Encontraron cobijo en la ciudad sureña, pero en un país pobre como el de la dictadura pronto las cosas cambiaron y tuvieron que regresar a la capital. La estrechez se acentuaría. Yolanda había iniciado sus estudios en Barahona y ya en la entonces Ciudad Trujillo insistió en una vocación que le había comunicado antes a sus padres: ser farmacéutica, una profesión muy asumida entonces. La situación económica no le permitió asistir a la universidad y se hizo entonces enfermera, laborando en los hospitales de la época, Morgan y Marión, y en el psiquiátrico Padre Billini. Era una veinteañera cuando trajo a la vida a Leonel Antonio, fruto de su matrimonio con José Antonio Fernández. Su sueño de una mayor producción económica para ayudar a sus padres y la búsqueda de una mejor vida la impulsan a trasladarse a Nueva York, cuando Leonel apenas contaba un año y cinco meses. Al cabo de tres años, regresó con el dinero de su trabajo y cumplió su sueño de comprar una casa a sus progenitores. Regresaría a Nueva York donde residiría por veintisiete años. Leonel partiría con ella cuando ya tenía ocho años, se había alfabetizado y en la casa de la Francisco Villaespesa en Villa Juana había recibido los cariños de la abuela, la compañía de los primos y la siembra primera que le prepararía para el futuro. Un futuro que comenzó a madurar en sus años neoyorquinos, mientras la madre laboraba como costurera, entregaba sus días en una factoría y en la noche servía a los demás como enfermera. A partir de ahí, la historia es larga y llena de sucesos promisorios que la mayoría desconoce. Lo que sí se sabe y se reconoce es que doña Yolanda, entregó su vida y sus afanes a la preparación de aquel hijo que le gustaba sumergirse en la biblioteca pública de New York, jugaba baloncesto y era delivery de un supermercado de judíos. El resto es eso: historia. Durante toda la larga vida de doña Yolanda, el hijo honró su sacrificio, su bondad y su fortaleza. Cada diploma, trofeo, condecoración; todos los honores que recibió en el país y a través del mundo, los colocaba siempre a los pies de su madre. Y en ella siguió buscando refugio, orientación, consejo. Fue una mutual de amor perenne que no cesará con su partida.

***

Doña Margarita Copello de Rodríguez fue hija del inmigrante italiano don Anselmo Copello, hombre de gran fortuna y fama, que residió por largos años en Santiago de los Caballeros y que una vez instalado en Santo Domingo levantó uno de los edificios emblemáticos de la ciudad, en plena calle El Conde, y que es la primera obra de arquitectura moderna del país. La santiaguera, cuya madre era Argentina de Soto, casó con un hijo ilustre de la migración española en República Dominicana, don Pedro Rodríguez Villacañas. Procrearon seis hijos, pero, sobre todo, crearon un ambiente propicio para el desarrollo y apreciación de la música clásica. Don Pedro, que con su esposa acostumbraba a viajar por el mundo para asistir a grandes conciertos y representaciones operáticas en los teatros más afamados y frente a las figuras más aclamadas del repertorio clásico internacional, crea, a petición del maestro Carlos Piantini, la Fundación Sinfonía, la cual presidiría hasta que pasó la batuta a su esposa.

Doña Margarita –recia, tenaz, de empeños crecientes y casi sin límites, y a su vez, dulce, educada, sencilla dentro de una vida amplia que nunca conoció de estrecheces económicas- levantó ese edificio sin iguales en nuestra historia cultural que es Sinfonía: un vehículo de apoyo a la primera orquesta del país y el medio más efectivo para que por la sala del Teatro Nacional Eduardo Brito hayan pasado, en las últimas décadas, los más renombrados intérpretes, instrumentistas y directores clásicos del mundo. Madre de la música clásica, la han llamado con justicia. Madre ejemplar para sus hijos a quienes animó permanentemente en la creación y desarrollo de sus empresas. Madre de todo el que ha servido a la cultura musical dominicana junto a ella desde 1986, hace justo 35 años. Me tocó el privilegio de ser uno de sus colaboradores, nunca superior. A su lado. Y supe entonces, cuantas veces la visité en su casa o ella deseaba ir a mi oficina, cuanto amor expresaba por el progreso de sus hijos, y cuan altos volaban sus celos, su entrega, su pasión porque la música clásica no desfalleciese y porque el país suyo y de su padre y esposo migrantes, tan dominicanos como los que más, ocupase un lugar de honor entre las naciones de la región con mejor cobertura y programación musical. Madre de la fe en la cultura desde la música, eso fue doña Margarita. Algún día, un gran auditorio nacional para la OSN y para la danza, llevará su nombre.

Dos mujeres de orígenes distintos que recuerdan el célebre proverbio árabe: “El paraíso está en el regazo de una madre”.

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José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.