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Orgullosamente certificado

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Orgullosamente certificado

El restaurante L’Oiseau Blanc mantiene su vista privilegiada de la torre Eiffel, referencia obligada en un París que en estos días viste de otoño. La calidad de la comida y elegancia del lugar, en la azotea del hotel Península, en nada han variado en los tres años transcurridos desde mi visita más reciente, también acompañado por mi mujer y la querida amiga que generosamente nos invitó nuevamente. El nombre evoca la hazaña de Charles Nungesser y François Coli, quienes intentaron cruzar el Atlántico en 1927 desde el aeropuerto de Le Bourget a bordo de un avión bautizado como L’Oiseau Blanc, El pájaro blanco. Diferente esta vez, además de la reserva imprescindible, a nadie le permiten la entrada a no ser que presente un certificado de vacunación contra la COVID-19. La misma regla aplica en todos los restaurantes parisinos.

Me tomó por sorpresa cuando en el verano pasado me registraba en un hotel en Eslovaquia, no muy lejos de la frontera con Polonia, y el recepcionista me pidió prueba de que estaba vacunado. Junto a mi pasaporte tenía la tarjeta con los datos de mis dos dosis de la vacuna Pfizer, la última, más de dos semanas atrás. La diferencia de idioma no impidió la aceptación del documento, indispensable para abrir puertas a lo largo y ancho de la Unión Europea y el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Era yo el primer dominicano que el joven recepcionista veía en su vida.

El certificado de vacunación se ha convertido en parte de la rutina que paulatinamente define la nueva normalidad después de la trágica experiencia de una pandemia que irrespeta fronteras, edades, sexo, clases sociales y cuantos baremos inventamos los humanos para diferenciarnos los unos de los otros. Europeos son la Carta Magna de 1215, la Declaración de Derechos de 1689, el Acto de Tolerancia, del mismo año y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, producto de la Revolución Francesa un siglo después. Son esos documentos la base de las leyes y constituciones de la mayoría de los países, y referencia indispensable en la historia de las libertades y los derechos civiles.

En la Europa cuna de los derechos humanos y escenario de los mayores avances en ese campo, las voces antivacunas y contrarias al certificado de vacunación para el ejercicio de gestiones tan simples como el ingreso a un restaurante o abordar un bus, son mínimas, inaudibles. Lo individual se ha plegado a lo colectivo, y el mejor disuasivo son las cifras horrendas de quienes pagaron con su vida o secuelas extenuantes. La COVID-19 dista de ficción, y pocas familias escapan a momentos dolorosos o días de cuita por el contagio de alguien querido.

En la capital de la Federación de Rusia, otro caso a tomar en cuenta y donde la mayoría continúa sin vacunarse, se le exige vacunación al 80% de los trabajadores de los servicios. A partir del 25 de octubre, los mayores de 60 años no vacunados deberán permanecer confinados hasta el 25 de febrero y al menos 30% de los empleados teletrabajarán. Podría interpretarse que se trata de medidas en sintonía con la tradición autoritaria que lastra la historia de ese gran país europeo-asiático. Y no, lamentablemente viven allí una repetición de la experiencia que confrontamos ya millones y millones de humanos que nos preciamos de pertenecer a países eminentemente democráticos.

Las reglas varían de un confín a otro, aunque algunas van en camino de universalizarse. Una prueba PCR, el certificado de vacuna o ambos, son condición sine qua non para abordar un vuelo o ingresar a los Estados Unidos, por ejemplo, o a Europa. Ciertamente, son restricciones que un libertario entendería como infracción a derechos fundamentales. Viene como anillo al dedo la frase inmortal de Jean-Paul Sartre: ¨Mi libertad se termina donde empieza la de los demás¨, aceptación definitiva de que los derechos tienen límites que trascienden el individualismo.

El derecho a la salud, por ejemplo, acarrea expresión individual y colectiva, sin que resulte fácil aislar un aspecto del otro. Italia prohíbe a los niños menores de seis años sin vacunar que vayan a la escuela, medida replicada en varias de las comunidades autónomas españolas pese a que más del 97% de la población infantil está vacunada en el Reino de España. Obviamente, un ciudadano no vacunado contra la COVID-19 es un factor de riesgo y pone en peligro la salud del otro. De igual manera, un hábito individual como es el fumar se convierte en calamidad sanitaria en espacios cerrados o en aglomeraciones. Ocurrencia similar con la música alta y que importunan al vecino, no obstante la preferencia personal por un volumen que avive los sentidos y dé la impresión de que nos trajimos los artistas a casa. El derecho ajeno es la paz, ya lo sentenció Benito Juárez.

La COVID ha trastornado la cotidianidad y convertido la socialización en sospechosa; también recortado libertades y derechos que entendíamos habían llegado para quedarse. Vivimos bajo el estado de emergencia por meses y meses, obligados a encerrarnos con la llegada de la oscuridad. Las cortapisas no terminan aún, y sean bienvenidas en aras del bien común. Vacunarse, visto que la ciencia ha demostrado su eficacia para evitar el contagio o los efectos más severos de la covid, debería figurar entre las obligaciones ciudadanas inapelables.

El tema es de envergadura mayor y se banaliza al reducirlo exclusivamente a la vacunación y el certificado. Situarlo en el contexto adecuado obliga a partir de un principio básico en el derecho internacional, tal es la potestad de los Estados para limitar el ejercicio de las libertades públicas en interés de proteger los intereses colectivos. En abril del año pasado, la ONU produjo un documento, COVID-19 y Derechos Humanos: Todos estamos juntos en esto, carente de desperdicio. Temprano en el texto se indica que las emergencias nacionales pueden requerir la imposición de límites sobre el ejercicio de determinados derechos humanos. “La escala y gravedad de COVID-19 alcanza un nivel en el que las restricciones están justificadas por motivos de salud pública. Nada en este documento busca atar las manos de los Estados para dar forma a una respuesta efectiva a la pandemia. Más bien, su objetivo es señalar a los Estados posibles escollos en la respuesta a la crisis y formular formas en las que la atención a los derechos humanos puede dar lugar a mejores respuestas”.

El Consejo de Europa trilla un camino similar en Respecting democracy, rule of law and human rights in the framework of the COVID-19 sanitary crisis. (Respeto a la democracia, la regla de la ley y los derechos humanos en el marco de la crisis sanitaria de la COVID-19) Como a la ONU, le preocupa que la pandemia agrave la vulnerabilidad de los sectores menos favorecidos, que las consecuencias negativas agraven la disparidad social y que las medidas restrictivas se extiendan más allá de lo necesario para enfrentar la crisis. Su Comité de Bioética produjo en mayo una declaración sobre los derechos humanos y el certificado de vacuna, y en el segundo párrafo indica que las “restricciones a ciertos derechos y libertades fundamentales...son en principio admisibles, siempre que estén prescritas por la ley, necesario y proporcionado”. En cuanto a los pases o certificados, señala que “solo pueden facilitar las medidas dirigidas a limitar la expansión de la COVID-19”. El respeto a la privacidad, la no discriminación, la cohesión social y la solidaridad son valores esenciales en la Unión Europea.

El frente de guerra por los derechos humanos en la República Dominicana requerirá aun muchas batallas, como contra la pobreza, la desigualdad social y la discriminación. Oponerse a la exigencia de los certificados de vacunación para ingresar a espacios públicos no pasa de escaramuza innecesaria. Orgullosamente vacunado, me siento mucho más seguro en aquellos lugares donde todos lo estamos.

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.