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Pacto Eléctrico
Pacto Eléctrico

El pacto eléctrico tres meses después

El pasado 25 de febrero, unas sesenta personas se pusieron sus mascarillas para asistir a la firma del denominado Pacto Eléctrico. El acto simbolizó el cierre de un largo capítulo de discusiones, a través de las cuales se arribó a los consensos rubricados. Sin embargo, el momento no era un punto de llegada, sino más bien el inicio de una agenda de trabajo que ahora, a tres meses de distancia, podemos repasar con más calma. La pregunta obligatoria es, ¿de dónde venimos y hacia dónde vamos?

El sistema eléctrico actual es resultado de cambios que se pusieron en marcha a finales del siglo pasado, mediante la capitalización de empresas estatales. Los avatares subsecuentes incluyen la promulgación de una Ley General de Eléctricidad, el traspaso a manos privadas y la vuelta a manos publicas de varias firmas gubernamentales, y el surgimiento de un nuevo ministerio como organismo rector del sector, entre otros eventos. El balance de todos esos cambios combina zonas claras con áreas de penumbras. Por un lado, es notable una ampliación de la capacidad de producción de eléctricidad, pues hemos pasado de una planta de 2,537 Megavatios en 2000 a 4,921 Megavatios en 2020. Esa ampliación ha sido acompañada por un aumento de la producción: en 2000, las empresas del sistema interconectado generaron alrededor de 9,000 Gigavatios-hora, pero en 2020 sobrepasaron la cifra de 17,000 Gigavatios-hora. En consecuencia, el valor agregado en el sector eléctrico ha venido creciendo a una tasa anual cercana a 3% y nuestro consumo anual de energía eléctrica es hoy superior a 1,700 kwh por persona -lo que sobrepasa en más de una vez y media el consumo per cápita de dos decenios atrás.

El aumento de capacidad de producción coincide con una transformación en la estructura de producción, con una gran caída en la generación basada en derivados del petróleo, desde 52%, en 2009, a 17% en 2020. Esto conlleva un beneficio ambiental y una potencial reducción en los costos de producción, a medida que se instalan plantas más eficientes. Todo esto se refleja en ganancias significativas para las empresas generadoras: en 2019, último año de ‘normalidad’ pre pandémica, AES Andrés tuvo utilidades por US$112 millones, EGEHaina por US$72 millones, EGEHID por US$63 millones y CEPM por US$31 millones, para mencionar unos pocos casos.

En el lado de las sombras, el aspecto más evidente es la fragilidad financiera de las empresas distribuidoras, que representan el tramo final en la cadena de producción. Entre 2015 y 2020, EDENORTE tuvo pérdidas por US$1,298 millones, EDESUR por US$1,047 millones y EDEESTE por US$1,505 millones. Esas pérdidas se deben esencialmente a tres factores: precios de compra de energía relativamente altos, bajos niveles de ingresos por unidad de energía revendida y gastos operativos desproporcionados. En términos concretos, durante el sexenio mencionado, las EDE pagaron un promedio de 12.2 centavos de dólar por cada kilovatio-hora que compraron, pero sólo consiguieron revenderlo con un ingreso de 10.8 centavos, generando una brecha de 1.4 centavos de dólar por cada unidad. El precio de compra relativamente alto contrasta con las mejoras en el ámbito de generación, en parte porque el mayor porcentaje de la energía que las distribuidoras adquieren tiene precios fijados por contratos que no incorporan de inmediato los aumentos de eficiencia. Eso hace que los beneficios de una mayor productividad tiendan a distribuirse al interior del sector, sin necesariamente trasladarse a los consumidores. En adición, déficit de las distribuidoras se explica por el consumo fraudulento de una gran parte de la energía servida.

El desenlace del drama es que el sector sigue ofreciendo un servicio de baja calidad y los consumidores honestos siguen pagando una energía relativamente cara. El sistema vive con una espada de Damocles sobre el cuello y, en ausencia de cambios, es claramente insostenible en un marco fiscal restrictivo que limita de forma creciente la capacidad del Gobierno Central para cubrir déficits del sector. Pero la solución del meollo tiene implicaciones políticas y económicas que sólo pueden abordarse mediante un acuerdo para la distribución de los costos y beneficios de la reforma entre grupos de interés muy poderosos.

La agenda del Pacto apunta a esos fines, al establecer el compromiso de reducir las pérdidas de las EDE y publicar auditorías independientes, lo que no se ha hecho desde hace varios años. De singular importancia es la obligación de ejecutar planes de expansión en cada segmento del sector y la ratificación de los incentivos a las iniciativas de energía renovable. Esto se complementa con acuerdos sobre la evolución del régimen tarifario para crear condiciones que permitan reducciones de precios. La mayoría de los participantes en las discusiones consideramos que tales acuerdos constituían un avance razonable, sin dejar de admitir que se trata de una obra en construcción que deberá perfeccionarse sobre la marcha. En este punto del camino, el Pacto es un hecho consumado e ignorar ese hecho es dar coces contra el aguijón. La tarea perentoria es demandar que los firmantes pongan manos a la obra y concreten lo pactado, bajo los ojos vigilantes de la sociedad. Y la sociedad, conviene recordar, somos todos.

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