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Capitalismo
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Si el capitalismo no resuelve los problemas de la gente, la gente resolverá los problemas del capitalismo

Mientras organismos como el Banco Mundial, FMI y agencias de las Naciones Unidas viven haciendo proyecciones sobre cuánto y en qué momento será el crecimiento económico, entre intelectuales surge una nueva preocupación: no cuánto ni cuándo será, sino cómo.

Todo parece indicar que un año de confinamiento total o parcial, temor a la cercanía del prójimo, trabajo y escuela desde el hogar, empresas cerradas o semiparalizadas, y relaciones humanas a distancia, es demasiado tiempo como para no dejar efectos permanentes. Muchos expertos entienden que el mundo nunca será como era, aunque también se entiende que la pandemia lo que ha hecho es acelerar cambios que se venían desarrollando gradualmente.

Existe evidencia de que en las últimas cuatro décadas el capitalismo se ha hecho tremendamente injusto al interior de cada país, a lo cual contribuyeron grandemente las ideas y políticas impulsadas en su época por la tríada Ronald Reagan, Augusto Pinochet y Margaret Thatcher, apoyados activamente por Juan Pablo II, actuando desde polos geográficos diferentes pero unidos por el mismo polo ideológico.

Y es paradójico que en esas décadas el mundo haya sido más igualitario en términos geográficos y se haya reducido la pobreza, debido a que la economía creció y eso favoreció más a aquellas zonas del mundo con mayor concentración de pobreza (Asia y África).

Ahora bien, contrario a las expectativas de muchos, el 2020 nos ha dejado un desequilibrio agudizado, y todo apunta a que las tendencias que se perfilan para el porvenir conducen a desequilibrios más pronunciados, masiva población sin empleo y otra parte con remuneraciones que los dejarían muy atrás de los relativamente pocos ganadores.

Aunque el COVID-19 ocasionó una crisis de grandes dimensiones sincronizada a nivel mundial, en que casi todos fuimos perdedores, siempre hubo un porcentaje que sacó grandes beneficios, y ese se concentró en los más ricos: empresarios de la tecnología, las comunicaciones, la industria farmacéutica, del cuidado personal, algunas ramas de la alimenticia, grandes cadenas de distribución y supermercados, y los eternos ganadores: el capital financiero.

A la vez, la pandemia está dejando un mundo postrado, con gobiernos profundamente endeudados, población mucho más pobre (y no tanto, justamente por lo primero, gobiernos endeudados), sistemas educativos que, en vez de aplanar, desnivelaron el terreno de las oportunidades y tendencias a la automatización que amenazan con dejar grandes masas de población al margen del mercado.

Se anticipa un sistema económico que dependerá cada vez más de la tecnología en vez de la mano de obra directa en actividades productivas y sociales, basado solo en aquellos recursos humanos más hábiles para la producción y aplicación de la tecnología, lo que concentrará las mejores remuneraciones en pocas manos y relegará una parte de los menos calificados al desempleo o sencillamente a tareas poco valoradas.

También se prevén cambios importantes en la estructura de consumo, en que muchas ramas perderán importancia. Menor predilección por el lujo y más por el consumo sano y amigable al ambiente. Muchos piensan que el turismo como fenómeno de masas tenderá a agotarse y que ya no habrá viajes de trabajo, pues todo se hará a distancia; lo mismo que con el tiempo, tenderán a desaparecer las grandes tiendas y centros comerciales para ser sustituidos por pedidos online.

En términos de países, los más adelantados tecnológicamente y en infraestructura serán los ganadores, y también los que tengan los Estados más fuertes. Mano de obra de baja calificación es lo que más abunda en los países subdesarrollados y también en los estratos bajos de los propios países ricos.

Si estas predicciones son certeras, entre desempleo y bajos salarios tenderán a hacer más dispares los sistemas sociales, lo que se constituirá en gran amenaza a la estabilidad social, e incluso en dificultad para la supervivencia del capitalismo, debido a que, como las máquinas no consumen, generarían conflictos entre oferta y demanda, requiriendo remedios alternativos.

Siempre se ha dicho que, del riesgo social al económico, y de ahí al político, hay escasa distancia. Caldo de cultivo propicio para las radicalizaciones y las rebeliones. Surgirán presiones por equilibrar por medios distintos al salario, aumentando la demanda de un Estado eficaz y en capacidad para mayores prestaciones universales. Definitivamente, se requerirá un ingreso mínimo universal. Todo parece indicar que, gústele o no a las diferentes corrientes de opinión, el Estado tendrá que asumir cada día nuevas funciones distributivas.

Una concentración del ingreso y la riqueza tan pronunciado será inadmisible. Esto exige una organización capaz de cobrar altos impuestos a los privilegiados. Figuras jurídicas como paraísos fiscales y el secreto bancario, que constituyen una afrenta para la civilización, tendrán que desaparecer. Ojalá que todo se pueda hacer por vías pacíficas, y sin regímenes totalitarios.

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